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domingo, 1 de noviembre de 2015

¿Por qué me deprimo?

“¿Por qué me deprimo?”. Es la pregunta que Carmen se hacía todas las mañanas desde ese día aciago en “que no se podía levantar”. En un intento por ‘justificar’ su estado pensaba en la presión asistencial de su trabajo (trabaja de enfermera en un gran hospital), los problemas con los hijos (uno de ellos tenía dificultades escolares) o la incomprensión cada vez más frecuente con su marido. ¿Justificaban esas circunstancias su estado deprimido? 

Vivimos bajo el paraguas del determinismo. Así afirmamos: “Me deprimo porque mi padre era una persona depresiva”, o “estoy deprimido por las circunstancias adversas familiares o laborales”, o “estoy deprimido, pues ha fallecido mi madre o porque me han diagnosticado una enfermedad grave”, etc.

De esta forma ‘justificarnos’ nuestro estado deprimido y, al ‘identificar’ una causa, nos sentimos menos angustiados. Pero la depresión clínica es multidi­mensional, y en todo caso su origen es complejo. 

Es curioso detectar que este determinismo de nuestra conducta que defendemos en el campo de la psicología ni siquiera las ciencias físicas lo admiten para sus fenómenos, al menos después del “principio de indeterminación” de Heisenberg, entre otros. Es decir, si el mundo material es complejo y sus efectos no son consecuencia de una sola causa, con mayor razón podemos afirmar que el mundo psíquico es mucho más inconsistente y mucho menos previsible, y por lo tanto el origen de nuestra conducta es multifactorial. 

El ser humano se va construyendo a lo largo de su propia biografía por los impactos internos y externos que va recibiendo a lo largo de su vida. Es cierto que las experiencias traumáticas vividas en la infancia influyen en las características de la personalidad del adulto, pero también es cierto que lo más importante es cómo se viven esas experiencias, lo que posibilitará un desarrollo sano o enfermo.



Lo determinante, pues, no es la experiencia en sí (por muy traumática que sea, aunque, a mayor gravedad, más dificultad para cicatrizar la herida), sino cómo cada persona la incorpora a su propia experiencia. Podemos afirmar, por tanto, que el desarrollo del niño no está determinado por los problemas que haya vivido, sino por cómo los ha elaborado. Por eso, dos niños que hayan vivido traumas semejantes (abusos, malos tratos, etc.) pueden evolucionar de forma muy diferente: uno puede padecer una depresión de adulto y otro no.

Teniendo en cuenta las anteriores consideraciones, podemos hacernos la pregunta: ¿por qué 'se me cruzan los cables' y me deprimo? Dependiendo de la orienta­ción psicológica en que nos situemos, nos surgirán di­ferentes respuestas. Así, los psicólogos y psiquiatras de orientación biológica dirán que es consecuencia del descenso de serotonina, noradrenalina o dopamina, neurotransmisores que tenemos en las sinapsis cere­brales. Sin embargo, los profesionales más de orienta­ción psicológica insistirán en que la persona se depri­me, de forma clínica, por la falta de recursos personales y grupales para afrontar la situación traumática o el propio discurrir por la vida.

Existe tanta implicación entre ambas teorías que es difícil decantarse por una de ellas. Por mi parte, considero que la verdad está en la conjunción de ambas posturas, aunque en algún tipo de depresión (por ejemplo la depresión mayor)­ primarán los aspectos biológicos e incluso la vulnera­bilidad genética, y en otras depresiones (cuadros adaptativos y depresión neurótica o distimia, entre otras) predominarán los factores psicológicos (perso­nalidad, etc.) y sociales (contexto grupal y familiar).

Teoría de los tres impactos en la enfermedad depresiva


El origen de la enfermedad depresiva es, por tanto, multifactorial y, aunque desconocemos la causa de la depresión, sí sabemos que diversas cir­cunstancias influyen en su aparición. Para que el puzle de la depresión se constituya son necesarias diversas piezas o factores, y además que encajen per­fectamente. Esto es lo que hemos denominado la teo­ría de los tres impactos: vulnerabilidad genética, vulne­rabilidad psicosocial y, en ocasiones, la aparición de un acontecimiento estresor.



La vulnerabilidad

El concepto de vulnerabilidad, tal como lo describe el Diccionario de la Real Academia Española, se refiere a la cualidad de vulnerable, es decir, la posibilidad de ser herido o recibir alguna lesión física o moral. La vulnerabilidad es una cualidad inherente al ser hu­mano. No existe la persona invulnerable, pues todos somos finitos e imperfectos, pero lo que sí es cierto es que existen gradientes de vulnerabilidad. Es decir, existen sujetos más vulnerables que otros, y también la esencia de la vulnerabilidad es diferente: así, por ejemplo, uno puede ser más vulnerable a la depresión y otro a la esquizofrenia, y un tercero puede ser más vulnerable a las enfermedades psicosomáticas.

El concepto de vulnerabilidad se utiliza en sociolo­gía, en medicina, en el ejército y en psicología. En esta última acepción es donde nosotros nos situamos. De alguna manera, la vulnerabilidad (genética, psi­cológica o social) es la base de la enfermedad mental: en las psicosis, la vulnerabilidad tiene un soporte más genético y en los cuadros neuróticos, más psicosocial. 

La vulnerabilidad genética en la depresión


Recuerdo que, durante mi formación como psiquia­tra, hace más de treinta años, al plantearse el origen de las enfermedades psiquiátricas siempre se con­templaba lo que entonces se llamaba la “predisposi­ción genética”. Así se afirmaba que, en los grandes cuadros psicopatológicos (psicosis y depresión endó­gena), podríamos intuir que existían personas con más riesgo que otras para desarrollar la enfermedad mental. Por ejemplo, hijos de padres esquizofrénicos o depresivos. Se ha comprobado que estas enferme­dades son más frecuentes cuando los dos progenito­res han padecido la enfermedad. Y aunque nunca se ha podido concretar con exactitud en qué consiste esta "predispo­sición", es cierto que se puede defender cierta vulne­rabilidad con respecto a la psicosis y la depresión.

No es un factor determinante para la aparición de la en­fermedad, pero lo cierto es que existe más riesgo en esas situaciones que en otras. Es decir, no es una transmisión directa mendeliana, como ocurre con al­gunos aspectos físicos de la persona (el color de los ojos, la altura, etc.), sino que puede aparecer o no la enfermedad psicótica o depresiva, ya que va a depen­der también de otros factores (psicosociales y de la entidad del factor estresor).

Podemos concluir, pues, que la herencia genética, aunque es importante en el origen de la depresión, no es suficiente para que se produzca la enfermedad depresiva; se necesita de los impactos siguientes: vulnerabilidad psicosocial y/o un factor estresor.

En lo que todos los autores están de acuerdo es que en los episodios depresivos se constata una disfun­ción de los circuitos de noradrenalina, serotonina y dopamina del sistema nervioso central, junto con cambios profundos en el funcionamiento del tallo ce­rebral, el hipotálamo y las estructuras del sistema límbico. 

Lo que aún desconocemos es si este desequi­librio químico tiene un origen genético, psicosocial o producido por el factor estresor.



La vulnerabilidad psicológica en la depresión


Hace referencia a los recursos psicológicos que el su­jeto tiene o no para afrontar los diferentes acontecimientos traumáticos de su vida. Seremos más vulne­rables a padecer una depresión cuando nuestro nivel de salud mental sea más precario. En definitiva, nuestro gradiente de salud mental se relaciona inversamente con nuestra vulnerabilidad: a mayor índice de salud mental, menos posibilidad de padecer una enfermedad depresiva. Es decir, cuanto mayor sea nuestra autoestima, nuestras habilidades sociales, la capacidad de buscar soluciones a los problemas, etc., menor riesgo tendremos de caer en la depresión. Y, por el con­trario, si tenemos baja autoestima, alguna psicopato­logía o rigidez cognitiva, entre otras características, el riesgo es mayor.

Algunas personas son más proclives a desarrollar una depresión, es decir, tienen una personalidad que es más vulnerable a esta enfermedad. Es lo que pode­mos denominar personalidad depresiva.

La personalidad depresiva no siempre muestra tristeza, sino que se puede definir como apática o incapaz de sentir que su vida tenga sentido. Por eso la desesperanza es el ‘motor’ de su existen­cia. A veces este estado queda reflejado en frases como “me siento vacío” o “no tengo futuro”.

La persona depresiva siente el peso de lo cotidiano, que contempla siempre en negro. No sabe distinguir y alimentarse de los matices de la vida: un abrazo, una sonrisa o una buena acción, por poner solamente algunos ejemplos. La monotonía impregna toda su existencia. Se siente como extraña en su medio fami­liar, social o laboral.

Entre los rasgos característicos de las personas depresivas señalamos los siguientes:

# 1.- Baja tolerancia a la frustración

La vida es lucha, tensión, con una pizca de sufrimiento. El niño debe ir aceptando las frustraciones diarias (el olvido de un compañero en la celebración de su cumpleaños, la ca­rencia de un juguete, etc.), para que de adulto no sea excesivamente vulnerable a cualquier situación con­flictiva (paro, ruptura sentimental, etc.). Es una for­ma de fortalecer el yo y, consecuentemente, contem­plar al otro no como un enemigo, sino como un compañero de camino (con sus más y sus menos) en el arduo viaje de la vida.

Es necesario que ayudemos a nuestros hijos a ir asumiendo las frustraciones de la vida. ¿Cómo? No sobreprotegiéndoles de tal modo que nada de lo material se les niegue y crean que tienen derecho a todo porque son ‘el ombligo del mundo’.

#2.- Perfeccionismo

Es frecuente que las personas depresivas tengan un superyó muy rígido y muy exigente. Son muy cumplidores, autoexigentes, sin sentido del humor y perfeccionistas. Desean tener la ‘familia perfecta’, el ‘trabajo per­fecto’, los ‘amigos perfectos’ e incluso el ‘cuerpo perfecto’. Como esto no se puede conseguir, se de­primen al no conseguir sus elevadas expectativas. Son, con frecuencia, personas insatisfechas, pues nunca están contentas con lo que tienen o con lo que han conseguido, lo que produce culpa, al sentir que han fallado, y consiguientemente se deprimen.

# 3.- Dependencia del cariño de los demás

Es evidente que necesitamos al otro para conseguir nuestro bienestar. Cuanto más nos sintamos reconocidos y alabados por nuestro entorno, mejor. Pero no po­demos depender del cariño ajeno. Por eso, muchas personas se deprimen al constatar que los demás -familiares y amigos- no les muestran el amor que esperaban.

# 4.- Dificultad en expresar la agresividad

Es preciso enseñar a nuestros hijos a reconocer sus sentimien­tos (positivos y negativos) para que puedan expresar­los o canalizarlos de forma adecuada.

Si una persona no es capaz de poner palabras a su sentimiento de agresividad, éste se vuelve contra sí mis­ma y puede desarrollar una enfermedad depresiva. Por eso algunos autores hablan de la depresión como una forma de autoagresión, y la psicopatía como una forma de agredir al otro.

# 5.- Baja autoestima

Nathaniel Branden, psicoterapeuta ca­nadiense, da la siguiente definición de autoestima:

La autoestima plenamente consumada es la expe­riencia fundamental de que podemos llevar una vida significativa y cumplir sus exigencias. Más concreta­mente podemos decir que la autoestima es lo siguiente:

1) La confianza en nuestra capacidad de pensar, en nuestra capacidad de enfrentarnos a los desafíos básicos de la vida.

2) La confianza en nuestro derecho a triunfar y a ser felices; el sentimiento de ser respetables, de ser dignos y de tener derecho a afirmar nuestras nece­sidades y carencias, a alcanzar nuestros principios morales y a gozar del fruto de nuestros esfuerzos.


Es decir, si no tenemos confianza en nuestras pro­pias capacidades para enfrentarnos a los factores estresores cotidianos y renunciamos a ser felices, esta­mos favoreciendo la aparición de una depresión clínica que confirme nuestros miedos: “No valgo para nada”.

La autoestima supone creer en uno mismo y no de­jarse anular por el criterio del vecino o del amigo, pero tampoco aferrarse a una idea por el te­mor a dar una imagen de debilidad o inseguridad. Es el punto medio entre la tozudez y la falta de criterios.

De forma didáctica podemos distinguir dos moda­lidades de autoestima: la esencial y la situacional. Un ejemplo de la primera es Francisca, un ama de casa feliz con su tarea, que se siente amada y respetada por los suyos. Decía en una ocasión: “Soy feliz, pues siento que mis hijos me quieren y mi marido compar­te conmigo todas sus penas y alegrías; mis sentimientos los puedo poner en común con ellos”.

Este aspecto de la autoestima es como los cimien­tos de la construcción de la propia existencia. Si falla, nunca encontraremos paz y felicidad. Sobre ella se construye la propia vida y es también el soporte de la confianza de hacer bien la tarea profesional (autoes­tima situacional).

En definitiva, el trípode sobre el que descansa la vi­vencia de autoestima se puede formular así: soy valioso, soy digno de que me amen y soy libre

Para que el niño fortalezca su autoestima, es imprescindi­ble que vaya construyendo su propia existencia sobre el convencimiento de que tiene valor en sí (no por lo que hace y tiene), y esto le convierte en un obje­to de amor y cariño, al mismo tiempo que le permite ser libre, sobre todo en sentir y poder expresar con palabras sus sentimientos positivos y negativos.

A veces, pese a un buen clima psicológico, el indivi­duo no ha conseguido una alta autoestima porque no ha sabido o no ha podido procesar esas vivencias po­sitivas; entonces el fantasma de la insatisfacción y angustia se puede hacer presente en forma de una enfermedad depresiva.

La vulnerabilidad social en la depresión


El grupo social (familia, escuela, amigos) va troque­lando al sujeto y es una influencia significativa en su conducta. El individuo, como ser social, está entrela­zado con el comportamiento de los demás. Esos es­trechos lazos son en parte generadores de nuestros sentimientos (amor, odio, celos, etc.), pero también origen de recompensas (valoración, aprecio y afecto) y castigos (rechazo, agresión, etc.)

Cuando el grupo es estable y sano, sus miembros se enriquecen psicológicamente; cuando el grupo es dis­funcional puede dificultar el bienestar psíquico del sujeto. De ahí la importancia de convivir en una fami­lia, escuela, etc., que transmita valores positivos. En estos casos, el grupo se convierte en un buen soporte para afrontar la depresión o cualquier adversidad.

Por el contrario, si el grupo es disfuncional (graves conflictos de convivencia, agresividad, adicciones…), favorecerá la aparición de enfermedades mentales, y entre las más frecuentes se encuentra la enfermedad depresiva.

A este respecto recuerdo una sentencia de Séneca que dice así: “No importa qué, sino cómo se sufre”, que podemos completar diciendo: “No importa qué, sino cómo se sufre y con quién se sufre”.

Factores estresores en la depresión

Podemos definir el factor estresor como cualquier situación o suceso familiar, personal o social que pro­voca estrés. Así, el paro, la enfermedad de un familiar, el diagnóstico de enfermedad mortal, una violación, etc., son factores estresores que pueden provocar el desequilibrio emocional de la persona.

Las conse­cuencias del factor estresor están en función de dos parámetros: la característica del propio factor estre­sor (más o menos intenso, inesperado o no, etc.) y la personalidad del sujeto (con alta o baja autoestima, dificultades o no de interacción con los demás, etc.). En definitiva, su gradiente de salud mental. Cuanto más sanos seamos mentalmente, mejor sabremos responder a los factores estresores.

A veces el factor estresor no es identificable. Es el caso de Carmen, el personaje de nuestra historia, que me pregunta: “Doctor, ¿por qué me deprimo?”, ya que no reconoce ningún acontecimiento traumático reciente y, por tanto, no puede “identificar” el origen de su depresión. Con frecuencia pueden intervenir factores “microestresores” (malestar generalizado, frustra­ciones...) cuya suma pueden desencadenar la depre­sión; otras veces no se identifica en el nivel conscien­te ninguna causa, pero profundizando podremos encontrar experiencias no resueltas o traumas repri­midos y no elaborados.

Cómo prevenir la depresión 

En definitiva, la enfermedad depresiva es un juego de fuerzas que abarca desde la vulnerabilidad genética, pasando por la propia personalidad del sujeto, que se ha ido fraguando a lo largo de su biografía, así como la entidad del grupo social y familiar donde se desarro­lla, y por último, en algunos casos, el acontecimiento vital que se ha producido en los seis meses anteriores:muerte de un familiar, sentirse rechazado, minusvalo­rado, etc. No obstante, dependiendo de la entidad del cuadro depresivo, tendrá más o menos importancia cada uno de los tres impactos ante descritos.

En algunas ocasiones, la vulnerabilidad genética constituye el factor principal, como ocurre en la de­presión mayor, el trastorno bipolar, la ciclotimia y el trastorno esquizoafectivo; en otras ocasiones (depre­sión situativa, depresión neurótica y depresión so­matógena), la situación psicológica y social de la per­sona será lo más significativo; y, por último, en ocasiones el factor estresor (muerte de un familiar, pérdida de trabajo, ruptura sentimental, diagnóstico de enfermedad mortal, etc.) constituirá el factor de­cisivo para que la enfermedad depresiva aparezca. 

Podemos señalar que una consecuencia de esta teoría de los tres impactos es la importancia de la prevención para evitar la enfermedad depresiva. Es evidente que el primer impacto (la vulnerabilidad ge­nética), con los conocimientos actuales, no podemos modificarlo (nacemos con una carga genética deter­minada y además desconocemos en qué consiste la esencia de esa vulnerabilidad); ni tampoco, en mu­chas ocasiones, podemos evitar el tercer impacto (acontecimiento traumático). 

Por tanto, solo pode­mos incidir en favorecer un desarrollo sano de la per­sonalidad y posibilitar un encuadre grupal (familiar y social) que sea acogedor y ayude al crecimiento psicológico del individuo. De aquí se deduce la importancia de la prevención en salud mental para disminuir la aparición de nuevos cuadros depresivos.

ALEJANDRO ROCAMORA BONILLA
Psiquiatra y catedrático de Psicopatología y miembro fundador del Teléfono de la Esperanza.

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